EL Arte Literario o la Literatura
El arte literario se desenvuelve sobre la letra, sobre la
grafía que recoge símbolos que capturan la palabra pronunciada, palabra hecha de
sonidos que a su vez mencionan cosas, hechos, acciones, pensamientos, sentimientos y
emociones.
En la literatura está el origen de todas las ideologías, no
hay ninguna que no sea literaria. En la literatura las ideologías toman forma,
alcanzan consistencia y vitalidad. Toda argumentación es literaria y literaria
es también toda fundamentación o justificación de los proyectos, propósitos,
actos y resultados a que conduce la práctica de cualquier ideología. Toda crítica
benevolente o áspera y toda refutación definitiva o provisional, es también
literaria; es así porque tanto la verdad como la falsedad están encerradas en
el lenguaje, verdadero o falso es el predicado gramatical o lo pregonado al
público, y ambos pertenecen al texto, a la literatura, y como ella tienen afán
definitorio.
Cabe preguntarse entonces si la literatura -la cultura del texto y la lectura- no es tal vez una muy
elaborada ideología cuyos innumerables
adeptos alientan la pretensión de sustituir, modificar, negar todo lo que no
sea ella misma reduciendo la bellísima, terrible, incomprensible, absurda,
sobrecogedora, inefable inmensidad que
percibimos a los estrechos límites de la palabra pronunciada, entonada,
balbuceada, arrojada o peor aún, a texto, mera sucesión de signos
convencionales y finitos, en el afán de encerrar lo percibido, escuchado,
observado, olido, gustado, palpado reduciéndolo a la mínima estatura, para
hacerlo comprensible al intelecto estrecho, al sentimiento ínfimo, a la pequeña
voluntad con el servil propósito de
prestar conformidad a la soberbia, vanidad y orgullo. Hay que tener en cuenta
que el imperio de la literatura -que cobija a las ideologías- es grande,
excesivo, desaforado, abundante, unánime e inacabable; comprende en si todo
ejercicio filosófico, científico, jurídico y tecnológico. Es un imperio tan
grande y extenso como el de las ideologías que germinan y se multiplican en su
seno.
Probablemente la filosofía es el más exitoso de los géneros
de la ideología literaria. Es entre todas las artes humanas la que ha alcanzado
la más alta preeminencia y sus obras, las obras del arte literario filosófico,
las que con soberbia arrogancia han logrado y logran suspender el ánimo cuando
atrapan a la imaginación, capturan al intelecto, encaminan a la voluntad, guían
a los sentimientos y sirven de contención a las pasiones. Las inmarcesibles
bellezas de sus ensoñaciones alientan la creación de elaboradísimos constructos
intelectuales que determinan las manifestaciones de voluntad y la acción
ordenada hacia la consecución de fines. La obra filosófica resultado de la
reflexión acumulada en el curso de más de dos mil quinientos años es ciertamente
magnífica.
El espanto que provoca la muda contemplación de la inefable
inmensidad del firmamento estrellado, del bravío mar, de la selva exuberante,
el vuelo del moscardón, de la luciérnaga, que en la imaginación se confunden
con las imágenes que salen del sueño reparador de los equívocos, encuentra cura
en la palabra que reduce lo inefable a texto, texto que si bien es cierto solo
alcanza a proclamar vanamente la
identidad entre el que contempla y lo contemplado, graciosamente, torna la
ininteligible inmensidad en sustantivo singular o gratificante predicado, espejo
del si mismo que contempla.
Así, ella, la dulce palabra, amante de la filosofía, nos
entrega en una delicada bandeja las miles de cabezas de la castrada Hidra de
Lerna cuando transforma la insoportable inmensidad en el manso y domesticado Universo
que conocemos; divisible a voluntad en tantas partes cuantas sea necesario para
ponerlo al alcance del mínimo intelecto; un Universo sencillo, unificado y
contabilizable, completo y finito, diverso y único, en expansión o consunción, estático
o dinámico, no importa, el éxito de la literatura filosófica, el éxito de la palabra
“Universo” radica en que el Universo –que niega la inmensidad- es íntegramente nuestro,
está a nuestra disposición, uso y disfrute.
Y así, por si esto fuera poco, para liberarnos aún más de la
angustia, la literatura filosófica convierte en tiempo la también insoportable
Eternidad que nos acosa; y ocurre entonces que la Eternidad que nos agobia y
nos envuelve aparece como una ordenada y sucesiva repetición de momentos repartidos
en una sencilla y agraciada línea horizontal, vertical, oblicua o circular de
tiempo que cómodamente capturamos, medimos y contabilizamos en nuestros
pequeños escritorios que ocupan un lugar en el Espacio, espacio que es una
determinada parte de nuestro por segunda vez reducido Universo, sometido a la
voluntad que el intelecto ordena y rige. Con similar dedicación y diligencia los
secuaces de la literatura filosófica, cultores de la literatura histórica,
científica, jurídica, etc, laboran pacientemente sobre el tiempo y el espacio,
la norma, la regla en la literaria construcción.
La literatura ciertamente es el arte dominante en los últimos
siglos, es un arte rico, pletórico, abundante, sorprendente y avasallador. Sus
artífices alientan un gran apetito y la llevan a engullirlo todo en si misma en
el afán de unificar lo múltiple, detener lo que fluye, atrapar lo que
transcurre y eternizar lo efímero en la grafía.
Las artes, todas la artes -la música, la pintura, el teatro,
la danza, la escultura, el canto, la arquitectura etc., pero también la agricultura,
la alfarería, la orfebrería o la zapatería- tanto como la literatura, excitan a
la imaginación y constituyen ejercicios intelectuales y prácticos emprendidos
con el afán de encontrar respuesta a las mismas interrogantes y son ciertamente diversas formas o maneras de
aplacar la congoja de lo ínfimo ante lo inmenso, de lo efímero ante lo eterno,
lo sucesivo respecto a lo permanente, de lo finito y limitado respecto al
infinito e ilimitado.
La pintura -los pintores. intentarían hacerlo con los
colores, la música con los sonidos, la escultura con las formas, la
arquitectura con los espacios, el canto con la voz, la danza con el cuerpo,
etc..
Todas las artes, tanto como la literatura abren el intelecto,
estimulan la imaginación, afinan la percepción y descubren nuevos ámbitos
propicios a la acción que se traducen en obras que dan fe de la capacidad e
ingenio del hacer humano en sus múltiples manifestaciones.
Lo singular de la ideología literaria -no del arte literario,
que principia y acaba en la proclamación de la belleza- es la pretensión de verdad,
universalidad y preeminencia que alentaría en sus adeptos un sentimiento
autoritario y excluyente. Está acuñado un término muy preciso hay para
estigmatizar al quienes son ajenos a las prácticas, creencias, principios,
métodos, técnicas, reglas literarias: bárbaro, analfabeto, iletrado, sinónimo
de ignorante, primitivo, torpe, carente de juicio y raciocinio. No hay termino
similar o correlativo para identificar a quienes son ajenos a la práctica de la
música, o el canto o la pintura o la arquitectura o la agricultura, la
talabartería o cualquiera de las otras
artes.
La ideología literaria y sus desarrollos teológicos, filosóficos,
científicos, jurídicos y tecnológicos no son ciertamente la única manera de enfrentar
la congoja y superar los desafíos que plantea la efímera finitud de la vida
individual, colectiva o comunitaria.
El desdeñoso edificio levantado por la ideología literaria, se
erige sobre los escombros o más bien sobre los formidables cimientos de una ignota
y olvidada sabiduría, comprensión, entendimiento, sensibilidad, imaginación,
pasión, sentimiento y amoroso afán de quienes nos antecedieron en el tránsito y
fueron capaces de preñar a la madre tierra, sembrando en ella para hacerla generar,
germinar, parir y multiplicar animales,
plantas, frutos, cereales y tubérculos que entregan con abundancia vida y nos
sirven cotidianamente de alimento. Aquellos que entendieron que el hombre es un
efímero fermento de la tierra y rendidos la adornaron con amoroso afán. Para
entenderlo basta contemplar los andenes de Andamarca y saber que sus artífices
consumaron su existencia acomodando piedra sobre piedra sobre los remotos
andenes siempre renovados que adornan el valle desde la orilla del rio hasta la
cima de la montaña, para recibir la lluvia, ver la germinación de las semillas,
el crecimiento de las plantas, acompañar agradecidamente el florecimiento y la
fructificación, ajustando el ritmo de la vida a la respiración de la sagrada
tierra que es fuente de todos los bienes.
La filosofía, la ciencia, la jurisprudencia y la tecnología
de los últimos dos mil años empeñada en el afán de usufructuar la herencia
recibida, no ha logrado crear y hacer que la madre tierra fructifique y entregue
ni una sola nueva especie animal o vegetal. Solo está a su alcance degenerarlas
o extinguirlas. No lo ha logrado porque la ideología literaria es estéril. El
texto captura, inmoviliza, detiene, petrifica, reduce, momifica, diseca; se
agota en la copia y en la repetición.
La creación, cualquiera que ella sea, pero en particular la
creación de la vida y la vida misma no admiten copia ni repetición ni
regularidad. Los pollos de granja que abarrotan los mercados no son creación filosófica,
científica o tecnológica u obra del granjero, así como tampoco lo son el trigo,
la papa o la uva que cultiva. Distinta consideración merece el pollo a la
brasa, el pan o el vino que, no cabe duda, son creación y obra de otras artes,
distintas al arte literario.
La vida palpita en los usos y costumbres que fluyen en la inasible
continuidad de lo cotidiano, en las modas, en la música, en la danza, en el
canto, en la ceremonia, en el rito, en la muda contemplación, en el
silencio que en cada momento incitan a
la acción que desborda siempre los estrechos límites de la palabra para
transformarse en obra o acontecimiento que engendran otros, nuevos, distintos a
los anteriores. La vida se apaga, acaba, es efímera; si es efímera, es vana, si vana falsa; si es falsa no es
verdadera; la vida verdadera está más allá,
porque la vida sigue, continua, no se detiene, engendra nueva vida; la vida nos envuelve y nos deja; la vida no se
apaga, se prende en cada momentos; la vida no acaba sino que continúa su alegre
marcha; la vida no es vana sino desdeñosa; no es falsa ni verdadera, es vida y
nada más que vida, se pierde, se disgrega y retorna como las olas del mar que
contemplamos.
El mundo construido sobre la palabra, hecho de letras, textos
que se multiplican al infinito en una vorágine de grafías, asfixia. La
ideología literaria se ahoga en el torbellino de imágenes que trae el internet.
La literatura muere y como toda muerte anuncia el germen que alienta una nueva
vida. Hemos de celebrarlo con bombos y platillos, violines y trombones, pianos,
pífanos y timbales; entonaremos cada día nuevos himnos, cantos, gritos,
alaridos, susurros, silencios que alegremente entregaremos al olvido;
inventaremos nuevas danzas; adornaremos la tierra bordándola con andenes,
construiremos templos, pirámides; tomaremos la tierra en nuestras manos para moldearla
y será nuestra imagen. Celebraremos y
adoraremos a todos los Dioses. Aprenderemos el arte de vivir, aprenderemos el
arte de callar, de cantar, danzar, modelar, pintar, imitar, construir sobre la
inmensa arena de la eternidad. Lo haremos sobre las ruinas, escombros y
cimientos de la ideología literaria, madre de todas las ideologías. La lengua, entonces,
sin ataduras, se tornará múltiple, distinta, diversa en cada momento como la música
o la danza y servirá nuevamente para cantar la gloria de Beatriz.
Lima, 03/08/2021
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